lunes, 25 de abril de 2011

Cuando los hOMbres se enferman

Antes de reírse entre dientes porque les pedimos ayuda para abrir un frasco; antes de criticarnos porque renegamos porque se nos rompió una uña; antes de ponerse de mal humor cuando nos mostramos muy sensibles y engreídas; y antes de llamarnos exageradas porque nos quejamos de un insoportable dolor de cabeza, ellos deberían tener un espejo al frente cuando se enferman para que puedan ver cómo se transforman.
Así sea un simple resfrío, para ellos es como si el Armagedón estuviera ocurriendo en su cuerpo. Les duele todo, no se pueden mover, un poco de calentura es un fiebrón de la patada, estornudan y se escucha como si alguien los estuviera degollando…
Es increíble cómo un poco de moco y flema los vuelve mancos y cojos, totalmente inútiles. Y si ellos no pueden mover ni un dedo, ¿quién los ayuda? Tú pues, quién más, tú y, obviamente, su mamá. Aquel hombre fuerte, autosuficiente e independiente ha sido derrotado por un virus; ahora es un ser vulnerable y ¡sumamente engreído!
Al principio lo conscientes, te rindes ante su voz lastimera y sus ojos de cachorrito en vitrina y aprovechas para demostrarle cuánto lo quieres: antes de ir a visitarlo paras en la pastelería y le llevas su postre favorito; cuando llegas a tu casa y te enteras que aún no ha comido, te ofreces cándidamente a prepararle su plato preferido, lo que sea que se le antoje; te quedas con él un viernes en el que todos tus amigos habían quedado en salir después de algún tiempo, todo para acompañarlo, para que no esté solito, y te echas a su costado a ver lo que él escoja: una pelea de box u otra de esas películas de sexo, drogas, carros y mafiosos. Todo esto y mucho más lo haces encantada, encantadísima, feliz de cuidar a tu gordito, porque pobrecito, ¡está enfermo!
Pero ¿qué pasa cuando ese resfrío de fin de semana se prolonga más, cuando ese ser indefenso se convierte en un monstruo tirano malhumorado, cuando ya no te pide ‘por favorcito’ que vayas a lavar su carro porque como él no lo está usando, está en la cochera acumulando tierra, sino que ahora te reclama a gritos que hayas olvidado pedir que lo enceren y que le echen silicona por dentro? Lo lógico: te colma la paciencia y te da ganas de mandarlo por un tubo, dejarlo solo en su cama convaleciente, con la esperanza –sí, siempre nosotras con la última esperanza- de que tu ausencia lo haga reflexionar y se dé cuenta de que enfermo y sin ti no es nadie.
Claro que no siempre es así. Hay veces en las que realmente está mal y no se trata de una tonta gripe; tampoco hay que menospreciar sus dolores y achaques. Cuando la situación es seria (supongamos que lo han tenido que operar por algo), claro que te preocupas y mucho, y estás ahí mordiéndote las uñas y haciendo tu mayor esfuerzo para no transmitirle tus temores.
Sin embargo, una vez que eso pasa, cuando ya está en casa, iniciando los varios días de descanso indicados por el médico, la situación cambia, ligeramente, pero cambia.
Los tres primeros días organizas lo que tienes que hacer (si es que no llegaste a cancelarlo todo) alrededor de él. Te la pasas todo el rato a su lado, pendiente de lo que necesita, preguntándole a cada hora cómo se siente, si tiene sed o hambre, si está cómodo, si tiene frío o calor… Estás a su total disposición, atenta a cualquier detalle.
Ya hacia el cuarto día, cuando a pesar de que ya no está adolorido, sigue actuando como si se le acabara de pasar el efecto de la anestesia, empiezas a hacerle menos caso. Claro, ni que fueras tonta, él está aprovechándose de la situación para acumular mimos y atenciones que le duren toda una vida. Y no es que a ti te fastidie engreírlo, pero todo en exceso aburre y, sobre todo en este caso, cansa.
Entonces, cuando de casualidad le rozas la zona operada y él grita, frunce el ceño, se molesta y te llama la atención, ya no te arrodillas pidiendo perdón una y otra vez y prometiendo que nunca más volverá a pasar. Ahora simplemente le dices “¡ay, sorry! No es para tanto, no seas una niña (aunque ni eso porque en estos casos las mujeres somos más fuertes)”, y sigues con lo tuyo como si nada hubiera pasado.
No es que seas una bruja, no. Es solo que tampoco vas a seguir tratándolo como un cristal cuando sabes que ya está bien. No vas a seguir llamándolo diez veces al día para preguntarle cómo va, si sabes que está en su casa pegado en alguna película o juego de PS2. No vas a poner en pausa tu vida durante los días que él tenga que reposar, porque no se trata de un enfermo terminal, sino de un accidentado en recuperación.
No es que sea egoísta, no. No estoy hablando de sacarlo momentáneamente de la figura como si fuera un estorbo, ni de aprovechar que no se puede mover para irte a juerguear con tus amigas. Tampoco, tampoco. Solo digo que hay que intentar mantener las cosas como antes, como siempre; teniendo un poco más de consideración, sí, pero sin llegar al punto de mal acostumbrarlo.
Recuerden que los hombres enfermos parecen niños y que, al igual que ellos, no hay que malcriarlos. A no ser que, bueno, tú quieras que la próxima vez que te dé una infección a la garganta o te dobles el tobillo, tu chico se quede velándote el sueño y pegado a tu cama como una planta oxigenándote (pero quitándole el aire a él).

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